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Devastación

y

álbumes de fotos



Un puñado de petróleo en el Lago de Maracaibo, Venezuela. Se ve un derrame de
petróleo desde hace varios años. Fotografía tomada en enero de 2018.






Texto: Milagros Socorro | Fotos: Fabiola Ferrero

I
Llegó un día en que no pude levantarme de la cama. Despierta y tumbada de lado,
podía sentir los pasos de Lara, nuestra perrita, recorriéndome desde los
tobillos hasta los hombros como si mi cuerpo derrotado fuera una cordillera que
salvar con tropas heroicas que exigían su paseo mañanero. Era enero de 2020 y ya
tenía un año y medio en Aarhus, Dinamarca. Las amplias ventanas cenitales
dejaban colar la luz blanca de destellos azulencos propia del invierno danés. A
las cuatro de la tarde sería de noche. Noche cerrada, espesa, silenciosa. Ahora
era mediodía y yo no lograba reunir fuerza ni para negociar con Lara su salida
de rigor. En los días anteriores se había producido la sexta muerte en mi
familia, entre marzo y enero. Tíos de ambas ramas, primos más jóvenes que yo, el
hijo de un primo, muerto en Santiago de Chile, en un accidente laboral que la
empresa no quiso admitir ni resarcir. Algunos habían caído por covid, como mi
tío Darío, acaparador de la bondad y la dulzura, quien llegó a ser trasladado a
un centro de salud en Machiques, nuestro pueblo, ubicado al pie de la Sierra de
Perijá, que traza una frontera natural con Colombia; pero un minuto después de
ser conectado al respirador, hubo un apagón que lo arrojó a la muerte. La abuela
del joven triturado por una máquina en Chile recibió visitas que fueron a
llevarle palabras de consuelo, pero hete aquí que entre ellas se transmitió
también el virus y la madre de mis primos murió semanas después, consumida por
la tristeza, la inapetencia y unas fiebres que le secaron las lágrimas y por
último el aliento.

‍

Entre una y otra muerte de allegados, se producían también las de amigos y
conocidos. Cuando la pandemia llegó a Venezuela debe haberse frotado las manos,
puesto que encontró un sistema sanitario en desplome, con decenas de miles de
médicos y enfermeros en estampida por todas las fronteras, fugitivos de un
régimen que los había empobrecido hasta la miseria y forzado a trabajar en
condiciones de inverosímil precariedad. Además, por supuesto, de una prensa
amordazada y perseguida, impedida de ofrecer información confiable respecto del
avance de la pandemia. Un día de comienzos de enero, mi tía Adelaida me dijo que
su hermana mayor, Alida, se había caído y ahora se encontraba en cama, negada a
levantarse y a tomar alimento. Sentí una punzada de remordimiento. La última vez
que hablé con ella, Alidita me había pedido que le enviara unas pantaletas. Bajó
la voz para decírmelo. En Maracaibo, su ciudad, urbe petrolera donde había
transcurrido toda su vida, ahora era muy difícil comprar unas pantaletas, no
solo por lo costosas sino por el trance que suponía para ellas tomar un taxi
(escasos y carísimos en un país sin gasolina). Alidita era pequeñita. Siempre lo
fue. Ahora tenía más de 90 años, pero siempre había sido como una niña. Nunca
supe cuál era su dolencia o excepcionalidad. Era, bueno, muy bajita y con los
brazos muy acolchados. Sí que era gordita, pero las redondeces de sus brazos,
tibias nubes en las que se te hundían las manos, era como de alguien con un
volumen mayor. Murió de tarde. Su hermana, unos diez años más joven, que ahora
quedaba sola, pasó esa noche rogando que no se fuera la luz (para que el aire
acondicionado mantuviera fresco el cuerpo en la ardiente noche de Maracaibo,
ciudad conocida por registrar con frecuencia 40 grados Celsius a la sombra).
Desde Aarhus, contraté los servicios funerarios. Dos días después, llevaron una
cajita que dejaron en la mesa del salón. Unos días después, esa muerte
silenciosa, sin flores, sin café, sin abrazos, me abrumó. De nada servía la
certeza de que Alidita pasaba de 90 años, que ya estaba bien, que… Nada estaba
bien. Yo era caribeña y vivía en una caja de nácar. Había vivido para ver la
democracia de Venezuela hecha jirones, mi país destruido, saqueado y humillado,
mis muertos zarandeados en cajas por manos extrañas, mi vida al garete tras
décadas de trabajo y de entrega a una prensa y a unas universidades que ahora
eran chatarra flotante en un mar de herrumbre.

Había vivido para ver la democracia de Venezuela hecha jirones, mi país
destruido, saqueado y humillado, mis muertos zarandeados en cajas por manos
extrañas, mi vida al garete tras décadas de trabajo y de entrega a una prensa y
a unas universidades que ahora eran chatarra flotante en un mar de herrumbre.

Sucre, Venezuela. 11 de marzo de 2022. El tercer piso de la Biblioteca General
de la UDO, Universidad de Oriente, Sucre, Venezuela, en marzo de 2022. En la
destrucción e incendio de la universidad se han perdido años de investigación:
se estiman 100.000 libros y tesis, según su bibliotecario. Desde 2008, el
gobierno venezolano ha recortado el presupuesto de las universidades públicas
autónomas. Esto ha provocado graves problemas de seguridad e infraestructura.
Hoy en día, los profesores de la UDO enseñan dentro de sus casas, porque los
edificios fueron completamente tomados y destruidos por bandas criminales
locales.

II
En su novela La insoportable levedad del ser, el escritor checo Milan Kundera
escribió: «Y fue entonces cuando Tomás recordó la historia de Edipo: Edipo no
sabía que dormía con su propia madre y, sin embargo, cuando comprendió de qué se
trataba, no se sintió inocente. Fue incapaz de soportar la visión de lo que
había causado con su desconocimiento, se perforó los ojos y se marchó de Tebas
ciego.

‍

Tomás oía los gritos de todos los comunistas que defendían su limpieza interior
y se decía: Por culpa de vuestro desconocimiento este país ha perdido quizá por
siglos su libertad, ¿y vosotros gritáis que os sentís inocentes? ¿Cómo sois
capaces de seguir presenciándolo? ¿Cómo es que no estáis aterrados? ¿Es que
conserváis la vista? ¡Si tuvieseis ojos, deberíais atravesároslos y marcharos de
Tebas!».

‍

Durante la campaña presidencial de 2012, el aparato de propaganda de Chávez hizo
un recorte de la cara del tirano y aisló sus ojillos para imprimir esa imagen en
millares de camisetas rojas, que muy pronto sus seguidores vestirían en un
mitin. Luego, su sucesor, Nicolás Maduro, mandó pintar el emblema edificios
públicos, en vallas publicitarias y en cuanta superficie hubiera disponible. En
2015, Reuters documentaría los ojos de Chávez como «la imagen más ubicua en
Venezuela en los últimos años».

‍

No debería añadir más. El maestro Kundera lo había dicho en 1984, cuando se
publicó su exitosa novela, ambientada no en Venezuela del siglo XXI —de donde
han huido más de siete millones de personas—, sino en Checoslovaquia («país
empobrecido y despoblado», dice Kundera en siguientes páginas), en 1968. Pero a
veces es inevitable apuntar lo obvio: cómo no concluir, al recorrer de libro,
que Chávez, y los muchos Chávez que pasan a sus países por un molinillo,
deberían empuñar dos broches y clavárselos en los ojos para no ver las
instituciones que han arrasado, la infraestructura que se han llevado por
delante en su afán exterminador. Las vidas que han destruido.

‍

III
La profesora camina entre libros. Sobre los libros que crujen a su paso. De nada
vale recogerlos. El fuego y el agua para apagarlo los dejaron inservibles. La
biblioteca de la Universidad de Oriente (UDO) era parte de lo poco que quedaba
de esa casa de estudios, que de manera inexplicable se convirtió en blanco de la
detestación de las brigadas chavistas de la zona. Empezaron interrumpiendo las
clases para atracar, a mano armada, a profesores y estudiantes. Pronto, esto no
fue suficiente. Desvalijaron las distintas sedes, robaron aires acondicionados,
mobiliario, computadoras, partes eléctricas, techos rasos, ventanas panorámicas…
cuando solo quedaron los libros, les prendieron fuego. Pero en la biblioteca de
la UDO no solo había volúmenes, también había tesis de grado. Copias únicas. Las
llamas borraron centenares de investigaciones, montones de testimonios de gente
ya fallecida. Conocimiento. Ese arsenal.

‍

Fabiola Ferrero fotografió profesores que dan clases a sus cuatro alumnos (lo
que ha quedado de los cuarenta que solían tener) en sus casas, porque las aulas
ahora son ruinas. Y nadie lo menciona, porque es sabido, pero el salario de esos
profesores ronda por estos días los 50 dólares. Sí, al mes.

...Pronto, esto no fue suficiente. Desvalijaron las distintas sedes, robaron
aires acondicionados, mobiliario, computadoras, partes eléctricas, techos rasos,
ventanas panorámicas… cuando solo quedaron los libros, les prendieron fuego.
Pero en la biblioteca de la UDO no solo había volúmenes, también había tesis de
grado. Copias únicas. Las llamas borraron centenares de investigaciones,
montones de testimonios de gente ya fallecida. Conocimiento. Ese arsenal.

Pescadores trabajan junto a un barco hundido en las costas de Sucre, noreste de
Venezuela, el 11 de noviembre de 2021.

IV
«Los regímenes chavistas serán recordados por su inversión del mito de Midas,
todo lo que tocaban lo convertían en chatarra», escribe Antonio Pasquali, en La
devastación chavista: Transporte y Comunicaciones (AB ediciones, Caracas, 2018).

‍

«La democracia», escribe Pasquali, «abrió 71.200 km de carreteras, el chavismo
4.500 km. El parque vehicular venezolano es, en 2017, el tercero más vetusto y
peligroso de América latina después de Cuba y Haití; el ensamblaje endógeno
queda reducido a unos pocos miles de unidades al año, la importación es
prohibitiva; un modesto automóvil cuesta hoy sobre los mil sueldos básicos (en
la ex URSS nunca pasó de cien). Nuestro ya reducido parque de 5,3 millones de
vehículos en 2008 (140 por cada 1000 habitantes), bajó a 4,1 millones en 2014
(-21%, un caso probablemente único en el mundo). Su vetustez y el pésimo estado
de las vías hacen que Venezuela ocupe el 4° lugar mundial por muertos en
carretera por 1000 habitantes y el 2° en la región detrás de Santo Domingo (con
6.200 o 9.000 muertos al año, según si los datos son gubernamentales o de
aseguradoras)».

‍

Menos precisión hay acerca de la cantidad de millardos de dólares que los
gobiernos chavistas consumieron en obras viales y ferroviarias, puentes,
autopistas… que nunca se terminaron de construir, o empezaron siquiera, que
atestan de ruinas contemporáneas el paisaje de Venezuela. «…el más somero
diagnóstico de nuestro transporte vial: red insuficiente, inorgánica, obsoleta,
sin mantenimiento, vigilancia, señales ni protecciones; 21% de los vehículos
perdidos en seis años; segundo país de la región y cuarto en el mundo por
muertos en carretera. Un mal conocido récord negativo a sumar a los acumulados
por las dictaduras chavistas en el ámbito comunicacional», dice Pasquali.

‍

En su trabajo sobre la escabechina que ha padecido el país en los sectores de
transporte y comunicaciones, el investigador apenas alude a Petróleos de
Venezuela (PDVSA), la estatal petrolera —en su momento, una de las empresas
mejor gestionadas del mundo, hoy reducida a cascarón vacío—. Lo hace cuando
aborda un aspecto relacionado con su investigación:

‍

«De finales de enero de 2017 es la noticia de que PDVSA tiene una docena de
tanqueros varados en el Caribe sin poder descargar sus 4 millones de barriles
por no cumplir con las normas ecológicas internacionales relativas a su
limpieza. La clientela internacional ya no acepta barcos manchados de petróleo
que pudiesen contaminar sus muelles, PDVSA ya no dispone de diques especiales
para descontaminarlos y se ve obligada a limpiarlos a mano y con cepillos, “una
situación que no se produce en ninguna otra parte del mundo” dicen las firmas de
corretaje […] un cuadro inmisericorde del estado de una compañía que fue orgullo
del país y hoy se encuentra en condiciones preagónicas».




V
En las peores horas, cuando me sumergía en un mar quieto, blanco y helado,
llegué a conclusiones que luego he minimizado, como que había en Venezuela una
fuerza autodestructiva, que el país había querido desintegrarse, quizá para
volverse a hacer. Que fue la misma sociedad quien convocó a su verdugo y le dio
la mandarria para que aquel procediera a estrellarla contra todo lo construido y
pensado. ¿Tuve razón o parte de ella? Ya no me importa. Las empresas de
investigación de mercado que hacen encuestas en Venezuela vienen topando con una
certeza: los venezolanos quieren normalidad. Formar pareja, tener una familia a
la que puedan dotar de vivienda y seguridad, unos hijos a quienes dar educación
y un paseo a la playa algún sábado. Muchos de quienes han abandonado el país,
enfrentando peligros sin cuento, lo hicieron al convencerse de que allí jamás
encontrarían normalidad. Esa normalidad. Porque en Venezuela la falta de
libertad no consiste en estar preso (desde luego, hay centenares de presos
políticos), sino en enfrentar cada día, a cada momento, una potencia ubicua que
es más fuerte que tú y que coopta tu libertad de movimientos, de elección, de
desenvolverte según tus habilidades y hasta de comer lo que quieras. Siempre
está el régimen allí, vigilando, preguntando qué vas a hacer, por qué estás ahí,
para dónde vas, qué llevas en el bolso, qué mensajes tienes en tu celular;
devaluando tu salario, los servicios públicos, las leyes; rajando paredes,
auspiciando la depredación de la propiedad privada y de las universidades, entre
otras instituciones; aplicándose al pillaje, librando el patrimonio de la
república a la rapiña… Es como si la selva del desastre se tragara lo
construido.

‍

En fin, soy venezolana y quiero normalidad. «En la cabaña más destartalada hay
una luz que lleva al sendero», ha dicho en estos días la escritora Elisa Lerner,
objeto en Caracas de diversos homenajes por sus 90 años. Esa es la luz que ha
captado la artista visual Fabiola Ferrero, en este libro que contiene dos
grandes grupos de imágenes; unas de archivo, un repertorio amateur, con fotos
que podríamos encontrar en cajones y en álbumes de familia, cuyo interés estriba
en que son la constancia de la normalidad de otros tiempos, cuando la familia
estaba junta y la diáspora era una opción ajena a nuestra nacionalidad. Este
legajo hecho por mano aficionada no debe verse como una añoranza del pasado sino
como las piedritas que puntúan la senda del futuro: una cartografía de la
esperanza: existió, no fue un sueño. Puede volver si logramos juntar los
pedazos. Y el otro conjunto es el integrado por fotografías profesionales, de
impecable composición, hermosas en su violencia, dispuestas con intención
narrativa. Todos los fotografiados por Ferrero, en distantes enclaves de la
geografía venezolana, son sobrevivientes de una tragedia. Víctimas, pero nunca
victimizados, de asaltos rapaces que los dejaron sin casa y sin lugar de
trabajo; un hombre que perdió el hotelito que poseía y administraba desde hace
un par de décadas; la mujer orgullosa de una antigua piscina devenida tanque de
agua para hacer frente a los constantes cortes; profesores universitarios
convertidos en flota de taxistas ancianos, hasta que la imposibilidad de reparar
sus automóviles o dotarlos de cauchos los deja otra vez sin oficio y librados a
sus zapatos rotos, sus pensiones miserables y su soledad.

‍

Fabiola Ferrero los fotografía en el instante en que, a punto de perder su
eterna batalla contra la barbarie, convierten su dolor, su rabia, su
frustración, en esa especie de fulgor inexplicable que vemos y que nos hace
creer otra vez en la existencia de un sendero que nos devolverá a casa.

Todos los fotografiados por Ferrero, en distantes enclaves de la geografía
venezolana, son sobrevivientes de una tragedia. Víctimas, pero nunca
victimizados, de asaltos rapaces que los dejaron sin casa y sin lugar de
trabajo; un hombre que perdió el hotelito que poseía y administraba desde hace
un par de décadas; la mujer orgullosa de una antigua piscina devenida tanque de
agua para hacer frente a los constantes cortes; profesores universitarios
convertidos en flota de taxistas ancianos, hasta que la imposibilidad de reparar
sus automóviles o dotarlos de cauchos los deja otra vez sin oficio y librados a
sus zapatos rotos, sus pensiones miserables y su soledad.



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